Hawaiano de cuna ricachona, Matt King (George Clooney) se enfrenta a un dramón familiar gracias al cual también podra poner en orden su vida. Su mujer se muere, encima él se entera por su hija de que le era infiel. Los descendientes (The Descendants, Alexander Payne, 2011) no es un filme grande; sí una película modesta y muy bonita que crecerá con el tiempo. Igual que la magnífica Entre copas (Sideways, Alexander Payne, 2004) película que podría pasar -sin merecerlo- por una de esas de sobremesa que pasan los domingos por la tarde. No es tampoco memorable la interpretación de Clooney (sí lo es la de Paul Giamatti como Miles Raymond en Sideways) aunque lo colocara a un pie de su primer Oscar como protagonista, miel que le arrebató de los labios el primer francés de la historia que se lleva una estatuilla, Jean Dujardin. Arranca Los descendientes con la voz del propio King explicando que vivir en las exóticas Hawaiis no es sinónimo de felicidad, a pesar de que eso sea lo que vendan las autoridades isleñas en los folletos turisticos. Suena enormemente familiar para quienes vivimos en las igualmente volcánicas Canarias.Solaz para turistas, solar para nativos, que del turismo en manos de multinacionales touroperadoras solo ven las migajas. Por eso también tanto político vividor. A pesar del inmejorable clima, el mayor desempleo de España y una administración pública cuya elefantiasis congénita frena los avances de la sociedad civil.
En el caso de los Coleman, familia argentina que pasó por el Teatro Cuyás de Las Palmas de Gran Canaria proveniente de París (La omisión de la familia Coleman, Claudio Tolcachir, Compañía Timbre 4), la familia descompuesta desde el arranque se compone de abuela (Araceli Dvoskin), madre (Memé, Miriam Odorico), cuatro hijos y dos nietos que para el esquizofrénico tío Marito (Lautaro Perotti) son, con buen criterio, enanos cabezudos. La comedia negra, berlanguiana, muy cinematográfica, gana a medida que avanza. Crece al tiempo que aparece el chófer (Gonzalo Ruiz), que la abuela cae redonda en la cama del hospital, que aparece el doctor. Y ya no cae hasta el final con Marito en completa soledad. La descomposición inicial se resuelve con un común -tristísimo- «sálvese quien pueda». Final casi feliz brutalmente irónico. Primero descompuestos y unidos. Después descompuestos y cada cual por su lado. Y Marito omitido, olvidado. El clímax cómico lo da la abuela cuando cuenta la anécdota de la nieta que le pide consejo sobre qué ponerse la noche de bodas. “¿Pacata o superprovocativa, abuela?” “Da igual, morocha”, contesta, “te pongas lo que te pongas… ¡te van a joder igual!”
Distinta es la familia de Silvia en No tengas miedo (2011), filme sobresaliente del navarro Montxo Armendáriz al que le sobran los paréntesis con testimonios reales de quienes han sufrido abuso sexual en la infancia. Te remueven, sí, pero también te sacan del filme. Lluís Homar interpreta a un padre aficionado a mimetizarse con su hija en sus juegos infantiles hasta que un día de camuflaje especial mete la mano por dentro de los pantalones de su princesa. Michelle Jenner (Silvia, único personaje de la familia con nombre, no hay apellidos en el filme) hace como Homar una actuación estelar. Homar ganó este año el Goya por su androide Max de “Eva” (Kike Maíllo, 2011). Merecidamente. También lo podía haber obtenido por No tengas miedo.
La mosquitera (Agusti Vila, 2010) es cine de autor que también trata de recomponer una familia maltrecha. Aquí la del matrimonio formado por Miquel (Eduard Fernández) y Alicia (Emma Suárez). El doblaje es desastroso como siempre que vemos películas catalanas pasadas al español. La mosquitera, segunda película del joven Vila, tiene un desarrollo inicial que la hace parecer errática. Pero crece a medida que avanza. Cuando acaba dan ganas de volver a verla desde el principio. Mientras Miquel cae a plomo sobre la mucama colombiana, Ana (Martina García) -suponiendo quizás que por asistenta y colombiana no fuera mujer con sus propios intríngulis-, Alicia pasa por experiencia similar cuando busca consuelo en un adolescente, amigo de su hijo, con quien pasa de dominar a ser maltratada. Lo que por convención nos parece previsible, en La mosquitera -Espiga de Plata en el festival de Valladolid en 2010- no lo es.
Para quien no quiera indagar en la intrahistoria del mito del cine, ni le importen los entresijos del rodaje de El príncipe y la corista, Mi semana con Marilyn también narra con solvencia los avatares por los que pasa el ser humano cuando se topa a los veinte años con el primer amor deslumbrante. Desesperación, inseguridad, riesgo, determinación, deseo, climax, felicidad, pérdida, frustración. ¿A alguien le suena esto de algo?
Cine comercial de autor en pijama contemporáneo es La dama de hierro (The Iron Lady, Phyllida Lloyd, 2011), donde Meryl Streep da una nueva lección magistral de interpretación encarnando a la muy conservadora Margaret Thatcher. El filme se centra, para muchos más de la cuenta, en el presente de la exmandataria británica, su Alzheimer en compañía de su ausente marido Denis Thatcher (Jim Broadbent), que a pesar de las alucinaciones de la anciana Margaret había fallecido diez años ha. Menos se centra para muchos en lo más relevante: su carrera política en la cumbre con 16 años como primera ministra británica. Mineros británicos y milicos argentinos –entre otros- tratados con igual puño de hierro y unas prácticas neoliberales que, dicen también muchos, son la miseria de hoy. El filme pierde metraje retratando el Alzheimer, sí, y ha sido criticado desde la izquierda y la derecha políticas. Pero precisamente la opción de renegar del juicio histórico a través de un biopic convencional sustituyéndolo por pinceladas es lo que permite a su directora centrarse en el drama, quizás más importante, de la exgobernanta incapaz de gobernarse. Lo que le hace ser diferente. También lo que acerca la tercera película de la directora de Mamma Mia! a un acercamiento más cercano con el cine contemporáneo.
A contraluz, como un vaquero solitario a lomos de un caballo cargado en sus alforjas con algunas de las mejores películas de sabor clásico del cine norteamericano de los últimos veinte años camina Clint Eastwood, con el mismo gesto de Harry el Sucio. Recordando también que es posible hoy el milagro de vender buen cine sin renunciar a la profundidad, más o menos abisal. Sorprendente, versátil, valiente desde que nos dejara boquiabierto con Sin perdón (Unforgiven, 1992) –y resucitara de paso el western-, el director de Million Dolar Baby (2004), Medianoche en el jardín del bien y del mal (Midnight in the Garden of Good and Evil, 1997) o Banderas de nuestros padres (Flags of Our Fathers, 2006) no resuelve sin embargo con la misma diligencia su último filme, J. Edgar (2011). Interesante, vale, pero demasiado ajena la figura del todopoderoso director del FBI. Es destacable en cualquier caso como Eastwood pone los puntos sobre las íes al recordar que J. Edgar Hoover (interpretado por Leonardo DiCaprio) era un extremista de derechas incapaz de admitir su homosexualidad. Significada cobardía para quien a la sombra de una madre asfixiante (Anna Marie Hoover, interpretada por Judi Dench), incapaz de hacer familia, espió la intimidad de políticos y criminales. Por ejemplo a Martin Luther King para impedir que aceptara el premio Nobel de la Paz. No lo consiguió. Historia contada a partir de múltiples flash-backs que obligan a los actores arriesgadas mudanzas de piel que sacan a la luz muy convencionales trucos de maquillaje, en J. Edgar Eastwood no acierta a hilvanar drama personal y ambición profesional con sobresaliente. Y esto lo descartó con justicia de los Premios Oscar este año. No podemos decir lo mismo de la visceral Drive (Nicolas Winding Ref, 2011) o la deslumbrante Tintin, el secreto del unicornio (Steven Spielberg, 2011). Pero J. Edgar estuvo fuera de la terna por meritos propios.
El clímax de La omisión de la familia Coleman lo da la abuela cuando cuenta la anécdota de su nieta que le pide consejo sobre qué ponerse la noche de bodas. “¿Pacata o superprovocativa, abuela?” “Da igual”, contesta, “te pongas lo que te pongan te van a joder igual.”
Tampoco ganó Michelle Wilson el Oscar por su Marilyn Monroe en Mi semana con Marilyn (My Week With Marilyn, Simon Curtis, 2011) pero igualmente cierto es que su interpretación brilla a la misma altura que las de Kenneth Brannagh como sir Laurence Olivier o Eddie Redmayne como el enamorado Colin Clark. Wilson lo borda, sí, pero sin la fotogenia que solo ha tenido la actriz de nacida en L.A., insuperada hasta la fecha. El retrato de la magnética actriz -en ese momento esposa de Arthur Miller- como un pajarillo desconcertado, inseguro, caprichoso, cambiante, asustado, ingenuo y manipulador, pensamos que se acerca mucho a las claves del mayor mito erótico del cine. Que así terminó, suicidándose en su propia espiral y antes de que el paso del tiempo destruyera su capacidad de dejar rendido al primer click. Para quien no quiera indagar en la intrahistoria del mito del cine, ni le importen los entresijos del rodaje de El príncipe y la corista (The Prince and the Showgirl, 1957, Laurence Olivier), el filme también narra con solvencia los avatares por los que pasa el ser humano de sexo masculino cuando se topa a los veinte años con el primer amor deslumbrante. Desesperación, inseguridad, riesgo, determinación, deseo, cima, felicidad, pérdida, frustración. ¿A alguien le suena esto de algo?