
Un relato basado en hechos reales.
1.
Solo Dios sabe que en esa barranquera a 50 metros ladera abajo de una carretera y 400 del soleado pueblecito de Santa Lucía de Tirajana, en el sureste de la isla de Gran Canaria, pensé que moriría. De hecho, Él me lo susurró, y yo lo oí. Equivocarnos es lo que nos hace mortales. Nos morimos porque fallamos. Estamos siempre fallando. La vida es una sucesión de desaciertos que nos conducen directamente a la muerte. Si ansías la inmortalidad, no te equivoques nunca.
Cuando hice esa foto en la cumbre de Gran Canaria, la primera mala decisión ya había sido tomada, ir sin saber de forma precisa adónde. Las margaritas eran testigos del caos que estaba por venir y, sin embargo, a nuestro paso callaban. Tengo ganas de hacer un día como esos documentalistas que se esconden camuflados en la naturaleza para poder observar los movimientos de las bestias cuando no se sienten amenazadas. Yo estaría día y noche mirando a las plantas. ¿Hablarán entonces entre ellas, se tirarán las margaritas los trastos a la cabeza, querrán organizar los pinos manifestaciones por el Primero de Mayo, conspirarán las hortensias para rechazar según qué abejas?
Nunca llegué a estar en la antesala de la muerte. Todo ocurrió a pocos metros de ese umbral, la rendija me esperaba haciendo sonar su respiración de monstruo fantástico con la puerta entreabierta cuando descarté volver sobre mis pasos, sin agua y ese calor. En aquel secarral inclinado, todos los insectos estaban guarecidos o se habían ido a pasar el día a las playas del sur, molestando a los turistas, comiéndose sus tostadas de pan negro, picándoles en el culo. Tampoco supe advertir que en la isla de los grandes perros no se oía ni un solo ladrido.
En aquel secarral inclinado, todos los insectos estaban guarecidos o se habían ido a pasar el día a las playas del sur, molestando a los turistas, comiéndose sus tostadas de pan negro, picándoles en el culo.
La falta de vida a la vista era una señal. No la supimos ver. Antes, mi compañero Rafa y yo, los últimos del grupo de diez que habíamos iniciado la caminata cerca de la Caldera de los Marteles cuatro horas antes, nos habíamos salido del sendero que partía del pequeño pago de Taidia después de una bajada infernal rompe piernas, haciendo eses por caminos pedregosos excesivamente inclinados. Sin agua, empezamos a caminar campo a través.
Así, tras bordear la valla de una finca, nos llegamos hasta un poste eléctrico. En el trayecto superé unos primeros pasos que me parecieron peligrosos. Había poste sí, de tamaño mediano, no era un espejismo, pero no había camino para llegar andando a él. “Lo habrán cargado en burros”, me dijo Rafa. Miré a la carretera, estaba a solo 50 metros debajo de mí, pero la pared era demasiado vertical. Pensé que podría bajarla y también que corría el riesgo de riscarme. Rafa terminó de disuadirme. Quizás por eso a él, que fue quien me condujo a las puertas del umbral, le deba también la vida.
A mi pareja la habían tenido que evacuar cuarenta minutos antes en helicóptero por un golpe de calor propiciado por una bajada de la cumbre hermosa y brutal y un aumento imprevisto de las temperaturas. En sus cuidados habíamos consumido toda nuestra agua.
A esas alturas yo estaba furioso conmigo mismo y desconfiaba de él. El grupo había puesto un mes antes en sus manos el diseño de esta caminata y muchas cosas estaban fallando. Entre ellas, que a mi pareja la habían tenido que evacuar cuarenta minutos antes en helicóptero por un golpe de calor propiciado por un descenso de la cumbre hermoso y brutal y un aumento imprevisto de las temperaturas. En sus cuidados habíamos consumido toda nuestra agua.
Me separé entonces de Rafa decidido a encontrar por mí mismo la salida. Qué cosa tan patética debe de ser morirse por las malas decisiones de otro. Sí, pero también son tuyas. No le cargues tu propio muerto, que eres tú mismo, a quien tuvo la insensata iniciativa. Fuiste tú quien, sin conocerlo, confío en que lo sabría hacer. Y tenía antecedentes de montañero, al menos eso habías oído, que te hicieron confiar.
Pronto comprobé que separándome me equivoqué, no estaba mejor solo que mal acompañado. Y empecé a buscarlo con la mirada como los cachorros de león miran a su madre para sentirse seguros. Yo lo veía lejos, bajando por el camino que él pensaba correcto. Mamá leona no me hubiera permitido alejarme tanto. Antes de verbalizar las cosas los cerebros hablan. Ahora, dos meses y medio después, he entendido que mi cerebro empezó entonces a gemir.
Mamá leona no me hubiera permitido alejarme tanto. Antes de verbalizar las cosas los cerebros hablan. Ahora, dos meses y medio después, he entendido que mi cerebro empezó entonces a gemir.
Las fuerzas me fallaban y el terreno se volvía más accidentado. Volver sobre mis pasos había dejado de ser la mejor opción. Donde quiera que estuviese el umbral, si lograba esquivarlo sería avanzando. Decidí acortar camino dirigiéndome directamente adónde estaba la carretera y empecé a bajar laderas empinadas dejándome caer, sentándome sobre la tierra seca, polvorienta y llena de piedras. Sabía que habría salientes que podrían hacerme daño, pensé el ridículo que sería que se me rasgara el pantalón. Elegir entre la vida y el ridículo no es cosa de héroes. Hoy entiendo a toda esa gente que se lanza a lo más impensable sin sentido del ridículo. Quizás lo que hagan sea entregarse a celebrar la vida porque le han puesto cara a la desesperación.
Me deslicé de esa misma manera una o dos veces. Me tocaba el pantalón por detrás, sorprendiéndome de que resistiera. En paralelo, empezaba a notar cómo crecía la angustia pensando en que todas estas decisiones iban justamente en la dirección equivocada. ¿Y si deslizarme ladera abajo era una alegoría de lo que me esperaba? En aquellos momentos no pensaba en si acabaría en el cielo o en el infierno, esa decisión no me correspondía. Méritos he hecho para besar el cielo pero dependiendo de cómo se interpreten las cosas, es decir, de quién lo haga, podría acabar ardiendo eternamente en las fraguas subterráneas.
En mis 53 años he entendido que la justicia no es infalible, todo depende de quien te juzga y de cómo has ido encaminándole el proceso. Yo he empezado perdiendo juicios que en justicia debía ganar en justicia, los he seguido empatando y hasta alguno he ganado. Ganar un juicio. Suena bien, pero qué coste tan alto lleva. No rehuyas un procedimiento judicial nunca si haciéndolo das la razón a los malvados. Si decides emprenderlo, paga al mejor abogado que puedas permitirte. Y déjate la piel. Esto lo he aprendido de quien a aquellas alturas ya de debía estar siendo traslada por tierra en ambulancia al hospital del sur de la isla más cercano. En el trayecto -ella en el helicóptero, yo en el sendero sintiéndome aun confiado- había tenido que resolverle la gestión del seguro.
De repente vi unos matorrales. Un pequeño oasis creado no sé si por una tubería que llevaba muchos años perdiendo agua formando un conjunto tupido de arbustos y árboles de no más de dos metros de alto. Ocuparía una superficie de menos de tres metros cuadrados. Pensé que podría atravesarlo. Sin agua (debo decir en mi defensa, Dios que me juzgarás, que el último trago que me quedaba se lo di a Rafa) en ese momento no recordé que me quedaban algunos bocadillos en la mochila y me podría haber sentado en la sombra a reponer fuerzas. No pensaba en otra cosa sino escapar. Fugazmente vovía a tener a la vista, a cien metros, bajando por otra vertiente del misma barranco, al compañero.
Como quien trata de echar abajo con el hombro una puerta cerrada, lancé mi cuerpo contra los arbustos, convencido de que podría atravesarlos. No lo conseguí.
Como quien trata de echar abajo con el hombro una puerta cerrada, lancé mi cuerpo contra los arbustos, convencido de que podría atravesarlos. No lo conseguí. Las cortas, flexibles y gruesas ramas de aquellas tabaibas componían un muro infranqueable. Me golpeé y caí. Fue entonces cuando pensé que esa caída quizás fuera una señal del principio del fin, un primer movimiento del gozne de la puerta, ese primer chirrido era el aliento de Dios. Más lo pensé cuando intenté levantarme y no pude. Me estaba quedando sin fuerzas.
En la misma posición en que me había caído, con mi cuerpo apoyado en aquellos matos flexibles e inexpugnables, pensé, por primera vez de forma nítida y, si puede decirse lúcida, que podía no salir de ahí. Y me di cuenta de que dependía exclusivamente de mí. No había móvil, hueco para el arte, las invenciones, fabulaciones. Triana, Pink Floyd, A Hard Days Night, Paco de Lucía, la Terremoto de Alcorcón. Todo era tiempo, pensamientos y fuerzas, músculos que ayudarán a salir de ahí, o no lo conseguirían. En mi lucha solitaria por la vida esa era la materia y los jadeos eran las señales más evidentes de una verdadera y creciente angustia.
Dejé pasar lo que ahora me parece que fueron diez segundos. Saqué fuerzas de la mente, poderoso músculo, y me apoyé en el palo de senderista que llevaba. Poniéndome primero de rodillas, jalé de las ramas con los brazos, conseguí ponerme en pie. Con gran esfuerzo bordeé los matorrales subiendo unos escalones de tierra y, nada más superarlos, vi otra vez a Rafa, esta vez visiblemente más adelantado, en lo que parecía ya el camino certero a la carretera. Había vuelto a exponerme al sol. Sentía que la energía se me iba.
Volví a deslizarme sentándome en la ladera, dos, tres veces. Hasta que llegué al mismo camino por donde lo había visto desaparecer. De pronto, oí un ruido metálico, era una señal de que había golpeado la valla protectora de la carretera. Caminé el final del trayecto como un caminante del ejército de los muertos.
Cuando salí a la carretera, Rafa estaba enfrente, exhausto, sentado en la valla metálica protectora, tratando infructuosamente de parar a los coches que pasaban, sin fuerzas para levantar con autoridad los brazos. Me senté en la valla frente a él. Pasaron dos o tres vehículos. Se nos quedaban mirando, pero no paraban. Cuando recuperé algunas fuerzas le dije a Rafa que el próximo coche que viniera lo iba a parar como fuera. Estaba desorientado, pensaba que Santa Lucía estaba en la dirección equivocada. Rafa me hizo consciente del error, acepté mi desorientación igual que se acepta un pulpo como animal de compañía. Pasó una furgoneta en la dirección correcta y le hicimos tantos gestos desesperados levantando los brazos que paró.
Cuando salí a la carretera, Rafa estaba enfrente, exhausto, sentado en la valla metálica protectora, tratando infructuosamente de parar a los coches que pasaban, sin fuerzas para levantar con autoridad los brazos.
Los dos nos sentamos en el asiento del copiloto, era una de esas furgonetas de asiento frontal corrido. Pedimos agua, el conductor nos dio una botella de litro y medio que tenía en la guantera. Más que beber nos bañamos con ella. El hombre nos miraba algo desconcertado, quizás asustado. Rondaba los cincuenta, fuerte, tenia bigote y los labios pintados de rojo carmín. Entre tanto caos, no le di importancia, con las fuerzas al mínimo no cabía aceptar la broma de pensar que solo faltaba que nos hubiera rescatado un maníaco pervertido, aunque con un síntoma del humor que vuelve, señal consciente de la salvación, lo pensé. Estábamos a solo cuatro curvas del pueblo. Cuando nos bajamos, le agradecimos la vida al buen hombre con la sonrisa pintada de carmín, nos deseó suerte y siguió. Antes de acelerar, nos dijo que iba a una casa a terminar de disfrazarse. Era sábado 11 de marzo y en la zona se celebraba esa tarde la cabalgata de los carnavales.
2.
Llegamos a duras penas al bar donde nos esperaban los demás. Desde la carretera, cuando logré hablar, pedí agua al compañero que nos esperaba para darnos la bienvenida en la puerta, ajeno a nuestra desesperación. Cuando me senté en la mesa en el interior del restaurante, a pesar de los tragos de agua, Coca Cola con azúcar y Aquarius que me dieron a tomar, era incapaz de comer. En seguida sufrí un golpe de calor. Me dolían los ojos y sentía muy pesadas las piernas. Me quité la camiseta empapada en el baño, ayudado por dos del grupo, una vieja amiga y un amigo de los últimos años, y me tumbé en un murete demasiado estrecho para mi espalda. Muy lentamente fui sintiéndome algo mejor. Del golpe de calor me recuperé totalmente 45 minutos más tarde, en la guagua que nos traía de vuelta a Las Palmas, cuando circulaba a la altura del aeropuerto. Allí donde habitan los aviones, yo que tan cerca había estado del cielo o del infierno.
Ya en casa, comí por primera vez, papaya fresquísima que tenia guardada en la nevera. Nunca un alimento de había sabido mejor, hablé con la papaya como Tom Hanks con Wilson. Me duché, cogí las llaves del coche y conduje 50 kilómetros al sur de la isla, al Hospital San Roque de Meloneros, donde mi pareja se recuperaba de su propio golpe de calor.
Escribí esto mientras en mis pies avanzan las señales de lo que para algunos hubiera sido una tragedia, para otros motivo de fiesta. Las tragedias son siempre para los demás, a quien la padece solo le da tiempo para enfrentarla o dejarse mecer por ella. Concretamente, fueron ennegreciéndose dos uñas, una fue adquiriendo con los días un color violáceo oscuro tan de moda hoy entre las mujeres. Estoy seguro que el primer humano que se le ocurrió que las uñas podían pintarse fue después de ver un dedo majado. Una uña ya cayó, otra sigue rajándose cada vez más. Caerá en verano, quizás otoño. Esa uña es mi testigo mudo (solo faltaba que las uñas hablaran) de lo que pasó un sábado de abril a semanas y media de estrenar en cines mi primera película, en una barranquera entre Taidia y Santa Brígida, en el sureste de la isla de Gran Canaria.
En los lados exteriores de cada dedo gordo del pie se han venido formando sendas ampollas blancas emergiendo a la superficie como monstruosos cachalotes albinos sobre un mar tenebroso. Esas ampollas sí hablan, pero lo que me dicen me lo guardo para mí.
FIN