Andrés Santana. El vuelo de la cometa. Capítulo 3: «¿Y éste? ¿De dónde ha salido?»


El tercer capítulo de la biografía del productor de cine Andrés Santana es para mí el más divertido del libro. Por lo menos, aquel en el que se cuentan más cosas divertidas. Habla de sus primeros pasos en Madrid. Y de los primeros pinitos en el cine. De cómo se olvidó de querer ser actor y comprendió que su mundo en el cine era el de la producción. Jesús Franco, José María Zabalza, José Luis García Arrojo y Enrique González Macho son algunos de los muchos nombres que se mencionan. Esta entrada la quiero dedicar a la memoria de Rosa Almirall, más conocida por Lina Romay, fallecida en febrero de este año. Espero que el tío Jess esté bien sin ella. Y si llega a leer esto, que sepa que esa película pendiente la podemos hacer todavía.

Subo el tercer peldaño de «El vuelo de la cometa» el 7 de agosto intencionadamente. Hoy se cumple un mes del homenaje que por iniciativa de la Asociación de Vecinos Barranco de la Mina de Las Lagunetas le organizamos a Andrés Santana en el barrio de San Mateo. Fue la noche más hermosa. Indescriptible, aunque espero contarla con detalle alguna vez. Gracias a Mely Vega y los amigos que hicieron posible el momentazo. Marta, Alexandra, Librada, Gabi, Alicia, María. Una exposición sobre Andrés Santana (la primera sobre el productor) se expone en el local de la asociación vecinal, frente a la iglesia de Las Lagunetas. Hasta el 24 de agosto puede visitarse de viernes a domingo entre las 17 y las 20 horas.

Capítulo 3: «¿Y éste? ¿De dónde ha salido?»

Primeros años en Madrid – The royal hunt of the sun – De figurante a auxiliar de producción – Consigna: matar al comandante – José Luis García Arrojo – Tres películas a la vez con José María Zabalza y Jesús Franco – Cine oficial vs. cine al margen – Enrique González Macho

Horas antes de que empezase a clarear un día de enero de 1969, Andrés Santana, a punto de cumplir los veinte años, se recuerda atravesando el enorme portón de los estudios Sevilla Films de Madrid, una enorme nave con aspecto de cortijo andaluz situada al principio de la calle Pío XII. Once meses antes, el canario había llegado a la capital de España buscando algo, como una señal, que le indicará el camino que debía seguir para poder hacer aquello para lo que había venido: cine, ser actor, «encarnar a uno de esos personajes grandiosos que había visto en los cines de Las Palmas.»

Lo primero que pensé al llegar a Madrid fue: «¿Pero qué hago yo en Madrid? ¡Y con este frío!» Me bajé en la estación de Atocha, completamente solo. La ciudad me pareció enorme. No sabía adónde ir. Cogí un taxi y por indicación del taxista terminé en una casa que alquilaba habitaciones, en la calle Doctor Santero, en el barrio de Cuatro Caminos. Nunca se me olvidará el nombre, porque cuando quise regresar la tarde del día siguiente, después de dar vueltas y vueltas por la ciudad, no encontré la casa y perdí la maleta.

¿Cómo fuiste encaminando tu vida esos primeros meses?

De lo primero que me di cuenta es de que en Madrid había muchos chavales igual de desesperados por abrirse camino; lo segundo, que todo el mundo que buscaba empleo miraba los anuncios en el diario Ya. Así empecé yo también a trabajar, como al día siguiente de llegar, vendiendo libros en el Círculo de Lectores. De esta forma la comida la tenía por lo menos asegurada, porque te pagaban el almuerzo y una comisión por cada libro que vendías. Tuve la suerte de coincidir con una gente muy maja y, cuando ya no pude pagar la pensión, me dejaron dormir en el sillón de un piso que tenían alquilado entre seis o siete. Hasta que llegaban las comisiones nos íbamos prestando el dinero los unos a los otros para comprar las latas de judías Litoral.

Pero en esa época no habías tanteado aún la posibilidad del cine…

Estaba en ello. Me habían dicho que para trabajar en el cine había que entrar en contacto con “los estudios”, pero yo no sabía a qué se referían con eso. Y todavía tardó en llegar, porque cuando dejé los libros trabajé de camarero, primero en La Madrileña, una cafetería de la plaza Tirso de Molina, y después en La Mancha, un mesón de la calle La Ballesta. Incluso estuve a punto de marcharme a Australia, pero me denegaron el pasaporte porque no había hecho el servicio militar. Hasta que un día se me ocurrió coger una guía de teléfonos y empecé a llamar a los estudios cinematográficos preguntando si necesitaban extras. En los estudios Sevilla Films me dijeron que sí.

Andrés cruzó el umbral del portón de los estudios Sevilla Films el primer mes del mismo año en que el hombre pisaría la Luna por primera vez; que Samuel Beckett ganaría el Premio Nobel de Literatura; que 400.000 hippies de todo el mundo se juntarían en Canadá para celebrar el histórico festival de Woodstock; que Midnight Cowboy (Cowboy de medianoche), de John Schlessinger, triunfaría en los Premios Oscar de Hollywood, pasando a la historia como la primera película clasificada X que obtuvo la más codiciada estatuilla; que el avión Concorde inauguraría sus vuelos supersónicos; que en España el régimen franquista celebraría su trigésimo aniversario de dictadura oficializando la sucesión en la persona del príncipe Juan Carlos, actual Rey, alertando sobre el anarquismo y la subversión imperante e imponiendo el estado de excepción durante tres meses en todo el territorio español. El mismo año en que Salomé ganaría Eurovisión con la canción “Vivo cantando”.

Buscaba al señor Sopeña, que según le habían indicado la tarde anterior por teléfono era la referencia para contratar extras para una película titulada The Royal Hunt of the Sun, dirigida por Irving Lerner. «Aquello era inmenso, como de otro mundo». Atravesó altísimas estancias, descubrió enormes decorados, observó extraños focos suspendidos del techo, curioseó en cuartos llenos de percheros y espejos enmarcados por decenas de bombillas. De pronto, alguien le señaló al señor Sopeña: ahí estaba, jugando al mus detrás de una pequeña mesa. Se presentó. Sopeña lo miró de arriba abajo y volvió la mirada: «¿Tienes el carné de figurante?» Andrés calló. «Para trabajar de extra necesitas tener el carné de figurante.» «¿Y eso dónde se consigue?» Sopeña envió a Santana a una oficina en la Cuesta de Santo Domingo, pero allí le informan de que para obtener el carné debía acreditar haber trabajado previamente al menos en tres películas como meritorio de extra. Andrés no entiende nada. Vuelve a la calle Pío XII y el señor Sopeña lo admite sorprendido por su perseverancia.

“The Royal Hunt of the Sun” era una de esas muchas películas americanas que por entonces se hacían en España. Contaba la historia de la conquista del Perú por parte del Imperio español. Recuerdo que la protagonizaba Robert Shaw en el papel de Francisco Pizarro y Christopher Plummer como Atahualpa. Había dos grupos de extras, los que hacían de españoles y los que hacían de peruanos. A mí, por mi aspecto y por mi acento, me colocaron en el grupo de los peruanos.

En ese primer rodaje, Andrés entabló pronto amistad con el grupo de los peruanos. Según descubriría al cabo de los días, eran casi todos estudiantes sin dinero relacionados con el trío musical ecuatoriano Los Imbayas y acaparaban prácticamente todos los rodajes en los que se precisaran personas con aspecto latino. El celo por trabajar de extra no era para menos. Cada figurante cobraba mil quinientas pesetas al día. Andrés cobraba cuatro mil quinientas pesetas al mes de camarero en el mesón La Mancha de la calle La Ballesta.

La familia del mesón se portó muy bien conmigo. Me acogió como a un hijo. Yo había dicho que había venido a Madrid a hacer cine y que tenía una oportunidad por siete u ocho días. La dueña me dijo que ellos realmente me necesitaban sólo de noche, así que pude disponer de mañanas y tardes. Con Los Imbayas hice más películas como figurante. Incluso, viví con ellos en un piso muy grande que tenían en la calle Infanta, junto a la plaza de Santa Ana. Había bastante demanda de gente con aspecto mejicano en aquellos spaguetti westerns de la época. La mayor parte de las veces iba y volvía de los rodajes sin saber cómo se llamaba la película.

Fue también en The Royal Hunt of the Sun cuando Santana entabló relación con Jesús Ordaz, quien, además de extra como él, trabajaba en una productora. «Quería hacer un cortometraje como director y me propuso que yo lo protagonizara.» Aceptó. Aún resopla al recordarse corriendo arriba y abajo por la calle Montera. Aquel rodaje le convenció definitivamente de que lo suyo no era ser actor. Ni tenía el impecable acento castellano entonces imprescindible para actuar ni le encontró gracia al oficio. Ordaz volvió a contactar con él a mediados de 1969, pero esta vez para que trabajase en la oficina.

Me preguntó si sabía escribir a máquina. Le dije que sí y me citó con el productor, que se llamaba Sergio Newman, que había hecho muchos “spaguetti westerns” en coproducción con Italia.

A Andrés le había sorprendido el hecho de que el jefe de producción, José Luis Lorente, le hubiera apretado los bíceps para comprobar su fuerza física nada más llegar a la oficina. «¡No sabía qué tenía que ver trabajar en una oficina con estar fuerte! Me sorprendí porque, además, me preguntaron por mi disponibilidad y me citaron para el lunes a primera hora de la mañana. No entendía nada.» Ordaz le explicó después que, aunque inicialmente iba a trabajar en la oficina, Sergio Newman creyó más conveniente que el “canario novato” se incorporara de meritorio de producción al rodaje de Consigna: matar al comandante en jefe.

¿Cómo fue esa primera experiencia?

Lo primero que pensé fue que iba a cobrar más, así que me había despedido del mesón. Pero pasada la primera semana veo que todo el mundo cobra menos yo. «¿Qué los meritorios no cobran? ¿Cómo que no cobran?» Me había pegado una paliza descargando camiones, llevando atrezzo, cargando muebles y material eléctrico, ayudando a servir las comidas del equipo…

¿Cómo lo solucionaste?

Les planteé que me encontraba en una situación muy grave. Que vivía solo y había dejado mi trabajo anterior por esta película. Que si no me pagaban no podía seguir. Al rato, José Luis Lorente y el ayudante de producción, Francisco Nuño, me dicen: «Oye, hemos pensado una solución. Te apuntas todos los días que haya más de diez figurantes. Hablaremos con el responsable de figuración y tú esos días los cobras como figurante… La cuestión es que no se te identifique para que puedas salir muchos días. Así que habla con el ayudante de dirección para que te ponga en un sitio donde la cámara no te vea mucho. Como se te vea, la has jodido.»

Pero mientras tanto seguías haciendo tu trabajo de meritorio de producción….

Claro, ese era mi trabajo. Llegaba y desde primera hora de la mañana me ponían un uniforme militar del ejército alemán (porque era una película de guerra “de alemanes”) y hacía mi trabajo con él puesto. Cuando llegaba el momento de rodar, si no hacía falta el figurante número diez, no me utilizaban.

¿Y los días que rodabais interiores y no hacía falta tanta figuración?

También. Algunos días me vestían, me ponían de espaldas en una esquina y así seguía cobrando. Siempre hubo complicidad con los equipos de producción y dirección. Al mismo tiempo, al jefe de producción y al ayudante les venía muy bien que supiera escribir a máquina porque, en aquella época, había mucha gente que no sabía. Por eso aprendí pronto a hacer las órdenes de trabajo y, poco a poco, el engranaje que hace funcionar una película; quién movía todo aquello y cómo se movía.

¿Eso era algo que despertaba tu curiosidad?

Sí. Desde “The Royal Hunt of the Sun” y las otras películas en que trabajé de figurante tenía decidido que no quería ser actor. Pero también descubrí que me gustaba ese mundo y que debía encontrar el sitio más adecuado para estar en él.

¿Llegaste a ver Consigna: matar al comandante en jefe una vez finalizada?

No, nunca. Sólo recuerdo que era con Craig Hill, un actor americano que vivía en Italia y que después se casó con Teresa Gimpera.

Los buenos resultados como meritorio de producción hicieron que José Luis Lorente volviera a contar con Andrés para próximos proyectos. Entre ellos, el rodaje con José María Zabalza de tres películas a la vez, una experiencia insólita que algunos años después repetiría con Jesús Franco. Pero Santana no tuvo que esperar a que esos proyectos se concretaran para seguir trabajando. Durante su primera película, en la que ayudaba a servir la comida del equipo, el dueño del Restaurante Cocina Delfín Díaz se fijó en él y lo llevó a nuevos rodajes donde trabajaba sólo en la cocina. «Aunque no era lo que aspiraba a hacer, me daba la posibilidad de seguir trabajando y, además, conocer el mundillo por dentro. Saltando de la cocina de un rodaje a la de otro pasé dos meses aproximadamente.»

Por fin, Lorente lo llamó anunciándole el comienzo del rodaje de 20.000 dólares por un cadáver, Los rebeldes de Arizona y Plomo sobre Dallas, filmadas a la vez en el pueblo madrileño de Colmenar Viejo y alrededores. Estas películas serían importantes para Andrés no sólo porque suponían ascender en el escalafón profesional (aquí ya figura en los títulos de crédito como auxiliar de producción), sino, sobre todo, porque en ellas conocería a José Luis García Arrojo. Desde entonces, sus vidas han caminado paralelas. «José Luis trabajaba en esos momentos en la productora, llevando la administración, y fue incorporándose a la película también como auxiliar de producción.»

¿Qué recuerdas de esos tres rodajes simultáneos?

Eran un disparate. Había tres guiones y tanto decorado como actores eran los mismos para las tres películas. Se rodaba lo mismo un tiroteo que, a continuación, el mismo actor pidiendo un whisky en la barra o jugando al póker. Recuerdo que el script, Rudy Medina -un americano que llevaba trabajando aquí durante mucho tiempo-, andaba todo el día escribiendo en servilletas porque José María Zabalza iba inventándose los diálogos sobre la marcha. El pobre andaba como loco con las servilletas: «Pero, señor Zabalza, ¿y esto dónde va?» «No te preocupes, chico, que eso ya lo arreglamos en el montaje…», contestaba el director.

Serían rodajes divertidos…

Mucho. Recuerdo a un actor, José Truchado, que tenía una secuencia en la que su banda asaltaba a caballo la oficina del sheriff. Pero Truchado no sabía montar a caballo y tenía a un ramalero que lo sujetaba mientras se rodaba. Empezamos a rodar, todos allí pegando tiros y, de repente, el segundo operador de cámara le dice a Zabalza: «José María, que estoy viendo al ramalero que sujeta el caballo de Truchado.» Y Zabalza responde gritando: «¡Que el ramalero salga de cuadro! ¡Que suelte al caballo!» El ramalero lógicamente obedeció. Entonces Truchado, como no sabía montar, en vez de sujetar al caballo, lo soltó. Y el caballo salió galopando, desbocado, hasta que el actor cayó al suelo. Truchado, que era muy amigo de Zabalza, se levantó del suelo renqueando: «¡Yo me cago en tu puta madre, José María!» Fue persiguiéndole por todo el pueblo. Los del equipo nos partíamos de la risa.

Andrés recuerda que en ocasiones a José María Zabalza le gustaba acompañarse de un vaso de vino mientras rodaba. Y que ellos trataban de rebajárselo con agua sin que se diera cuenta.

A propósito de esto, recuerdo lo que nos ocurrió un día que estábamos rodando en Torrelaguna, al noreste de Madrid, muy cerca de Guadalajara. Era la época de la película “Le llamaban Trinidad” y estaba de moda que los personajes de aquellos westerns fueran especialmente dejados, como muy vagos. La escena consistía en que el actor, Carlos Quiney, iba a pie con el caballo detrás cogido por las riendas y debía cruzar un río con el que se encontraba. Lo que Zabalza quería era que Carlos cruzara el río como si éste no existiera. Que pasara a pie, con el caballo detrás, mojándose, como si la cosa no fuera con él. O como si fuera tan vago que ni siquiera se molestaba en subirse al caballo. La verdad es que la cosa tenía su gracia.

¿Y que ocurrió?

El caso es que Carlos, que era un guaperas, le proponía a Zabalza subirse aunque sea al estribo del caballo en el momento de pasar para no mojarse demasiado. Pero Zabalza le decía que eso era una gilipollez, que no tenía sentido, porque, si hacía eso, entonces lo lógico hubiera sido que, directamente, se subiese al caballo. Quiney seguía que si no era seguro, que si el río era más profundo de lo que parecía… Estaba claro que no le apetecía mucho meterse en el agua. Hasta que de pronto José María, ya mosqueado, le coge el caballo y con el vaso de vino en la mano se mete en el río… ¡Casi se ahoga! Llevaba un sombrerillo de esos para el sol y además era muy bajito. Pues de pronto se quedó sobre el agua sólo el sombrero flotando y la mano de Zabalza por fuera salvando el vaso de vino. ¡Tuvimos que tirarnos al agua para rescatarlo!

Habla con entusiasmo y buenas dosis de nostalgia de aquellas primeras aventuras en rodajes. Por la expresión de manos y rostro debieron ser mucho más locas de lo que estás líneas pueden transmitir. En otra ocasión tenían que rodar un baile americano en un rancho muy frecuentado en las películas del oeste que se rodaban en España. En el guión figuraba que al final el rancho se quemaba. Llegó el momento de rodar y los de efectos especiales empezaron a dar fuego.

Estábamos en mitad de un campo, en Colmenar. Zabalza gritó: «¡Me cago en Dios; ese fuego es una mierda! ¡Así no se va a notar que se está quemando!». Lo cierto es que aquel fuego salía como tenía que salir, porque los de efectos no querían arriesgarse más de la cuenta: «Pero, señor Zabalza, que como le demos más… ¡Que esto está muy seco!» «No te preocupes. No pasa nada. ¡Tú da fuego!» Volvieron a repetir, esta vez hicieron caso a Zabalza y el rancho se quemó de verdad. Fue impresionante, porque uno de los actores, que había ido ese día a rodar con su mujer y su bebé, pensó que el niño dormía dentro y, cuando vio la llama subir por la chimenea del rancho, casi se vuelve loco. Afortunadamente, la mujer había sacado poco antes al niño de la cama. Aquello se quemó completamente, hasta que se desplomó y sólo quedaron las cenizas. Un coche apareció volcado, otro se carbonizó, los caballos que estaban atados en la parte de atrás del rancho salieron en desbandada… Los planos quedaron espectaculares, pero fue un desastre total. Nadie se lo quiso contar al productor. Se enteró al día siguiente por los periódicos.

Es noviembre. Este tercer fin de semana de entrevistas será el último y Andrés no para de correr entre un número cada vez mayor de compromisos. La semana próxima estará en Huelva como miembro del jurado del festival de cine Iberoamericano y la siguiente viajará, junto con Imanol Uribe y Álvaro de Luna, a Jaén invitado por el ayuntamiento para presentar El viaje de Carol.

¿Qué te sugiere el nombre de José María Zabalza, treinta años después?

Era un aventurero, ejemplo de toda la locura de un cine que se hacía al margen del oficial, sin medios ni dinero. Recuerdo que en estas tres películas te pagaban con letras que costaba un montón cobrarlas, si las cobrabas. Siempre estaba cambiándolo todo sobre la marcha. No tuvo mucha suerte como director, pero era muy simpático y especial. Siempre contaba una anécdota que le ocurrió en un rodaje en San Sebastián. Les hacía falta una conexión de luz y les dijo a los eléctricos: «¡Enganchadla ahí!» «¿Ahí? Pero, señor Zabalza, ¡que nos podemos cargar toda la electricidad de San Sebastián!» José María insistió diciendo que él era de San Sebastián. Y engancharon: toda San Sebastián se quedó sin luz. Era todo un personaje. Años más tarde, publicó un libro sobre las pintadas de los baños que se llamó, creo recordar, “Lectura de retretes y otras zarandajas.”

Desde estas primeras experiencias como auxiliar hasta el frenazo en seco que supuso tener que hacer el servicio militar en 1971, Andrés Santana también tuvo la oportunidad de conocer el cine español oficial. A Cateto a babor, de Ramón Fernández, con Alfredo Landa y Enriqueta Carballeira, llegó por recomendación de Delfín Díaz. La película la producía Aspa Film, de Vicente Escrivá, y los interiores se rodaron en los estudios Ballesteros de Madrid.

Yo iba a hacer sólo la parte de la película que se rodaba en Madrid. El resto se rodaría en el cuartel de San Fernando, en Cádiz. Pero el director de producción, José María Ramos, me propuso que siguiera en la película y, debido a que mi presencia iba a suponer gastos que no podía asumir la productora, me ofreció como solución pagarme una pensión cerca del hotel donde se alojaba el resto del equipo. Así pude acabar el rodaje en Cádiz.

Tendría poco que ver con las películas de Zabalza…

Era una película muy bien organizada y planificada, donde se rodaba con orden y sentido. Yo les llamaba la atención. Un tipo que había venido a hacer cine de Canarias, que no tenía vínculos con nadie de la profesión. Por este motivo también sabía que mi única posibilidad de salir adelante era trabajando al máximo. Y aunque era una película en la que en teoría no tenía que hacer de todo como en las anteriores, seguía ayudando a todo el mundo: a los eléctricos, a los de maquillaje, en la cocina… Y claro, la gente me miraba y se preguntaba: «¿Y éste? ¿De dónde ha salido?»

Cateto a babor –recuerda Andrés- constituyó también el principio de una serie de rodajes que fue encadenando sin apenas darse cuenta. Primero, a través de Enrique Bellot, en El demonio de los celos, de Ettore Scola, coproducción hispano-italiana con Marcello Mastroianni y Monica Vitti, que se rodó en España durante «unas dos semanas en unas obras en un descampado de la carretera de Andalucía». A continuación, Bellot (que en aquellos tiempos trabajaba de ayudante de producción para Atlántida Films, de José Frade) le permitió entrar en los rodajes de La tonta del bote, de un septuagenario Juan de Orduña con Lina Morgan y Arturo Fernández, y Préstame quince días, con Concha Velasco y Alfredo Landa.

Era una etapa en que ya empezaba a pasar de una película a otra con cierta fluidez. Me iban recomendando unos a otros. La frase era: «¡Hay un tipo que no se le entiende un carajo, pero es muy buen currante!». Después de ésta, José Luis García Arrojo me llamó para que volviera a trabajar con José María Zabalza en “La furia del hombre lobo”, pero esta vez no ocurrieron tantas anécdotas como en las anteriores. Había más dinero y eso casi siempre significa más tiempo de preparación y menos improvisación.»

¿Te habías habituado ya a vivir en Madrid?

Aún compartía piso con estudiantes, pero mi mundo era otro. El cine, hacer películas. Madrid significaba para mí otra cultura, otra forma de ser, otra temperatura. La obsesión mía por hacer cine era tan grande que yo enfrentaba todas las adversidades e inconvenientes pensando en eso.

II.

La furia del hombre lobo (José María Zabalza, 1972) fue la última película de Andrés antes de su vuelta a Canarias para cumplir con la “mili” y la última también en la que figuraría como auxiliar de producción. Entre tanto, había trabajado haciendo de enlace desde Madrid en más westerns que se rodaban en Almería. Tras la “mili”, a los pocos meses de licenciarse, en otoño de 1972, un encuentro casual en Las Palmas de Gran Canaria lo llevaría de nuevo al cine.

Iba por una calle del barrio de Guanarteme cuando me encontré con un ayudante de producción que estaba haciendo unas películas con Jesús Franco. Yo tenía pensado volverme a Madrid, pero él me ofreció quedarme en las películas y acepté.

De esta manera volviste a rodar con muy pocos medios y nuevamente tres películas a la vez.

Los títulos eran “La noche de los asesinos”, “Un silencio de tumba” y “El misterio del castillo rojo”. Rodábamos sólo una parte en un hotel de Maspalomas, en el sur de la isla, y después nos trasladamos a Alicante, donde estuvimos aproximadamente dos meses.

Y nuevas anécdotas…

En una ocasión íbamos un equipo muy reducido desde Las Palmas hacia el sur, con tres o cuatro coches en caravana y, de golpe, nada más salir de la ciudad, a la altura del valle de Jinámar, me dice Jesús: «¡Para!» Había una recua de camellos cerca de la carretera. Me señala uno. «¿Ves ese camello? Llévatelo a esa zona llena de palmeras.» Él había hecho anteriormente “Un capitán de quince años” y le faltaba un plano en el montaje. Total, que primero le pedí permiso al camellero y después una sábana y una toalla blanca a una señora que vivía en una casa-cueva. La pobre mujer no sabía qué hacer. Cogimos la sábana y la toalla, Jesús se la enrolló al camellero como si fuera un beduino y rodamos el plano. Después seguimos los cuatro coches en caravana hacia Maspalomas.

Andrés recuerda que rodar con Jesús Franco significaba aprender a convivir con las situaciones más extravagantes. Si, por ejemplo, el equipo se quedaba en un hotel, el mismo hotel servía de escenario para la película. O si disponían de tal modelo de coche para los desplazamientos del equipo, Jesús adaptaba ese vehículo al guión de la película que rodaban.

Estando en Castellón me dice Jesús: «¡Oye, necesito un Rolls o algo parecido!» Yo no sabía dónde iba a conseguir ese coche. Era complicado con tan poco dinero y las casas de alquiler que había por la zona. De pronto, veo un Mercedes y una señora que se apea y se mete en una centralita telefónica. Ni corto ni perezoso me voy detrás de la señora, que era inglesa, y le explico la situación. No sé cómo lo hice pero llegué con ella al rodaje. A Jesús el coche le pareció perfecto y ella estuvo viniendo cinco días sólo para traer el coche. Como teníamos que rodarlo desde fuera y desde dentro, Antonio Mayans, que era el actor protagonista, se la llevaba y la entretenía mientras nosotros desmontábamos dentro los asientos para colocar la cámara. Después nos enteramos de que la mujer era la esposa de un productor americano importantísimo que, en aquella época, andaba por Marbella. Creo que aguantó con nosotros gracias a eso. Y por Mayans.

En otra ocasión, rodando en Archena (Murcia), Andrés tenía que conseguir un cráneo. La película narraba que en la casa había sido ahorcado un hombre, los personajes regresaban tiempo después y el ahorcado seguía en el árbol. Jesús necesitaba filmar un primer plano del rostro y el esqueleto de plástico que había conseguido Santana no funcionaba. Así que Andrés se llegó hasta el cementerio con el taxista que trabajaba para la película. Allí le recibió el enterrador. El hombre, «como buen enterrador, era un tío muy raro. Hablaba solo y todo el tiempo hacía preguntas que se contestaba a sí mismo.»

«¿Un cráneo? ¡Tengo muchos!» Y me dice que le siga a un cuarto. Yo ya estaba asustado por no saber lo que me iba a encontrar. Cuando entro, allí sólo había picos, palas y muchos cajones. «¡Qué raro…! Debe de ser que el que tenía se lo he dejado a alguien. ¿Y a quién se lo he dejado? La verdad es que no lo sé. ¿Por qué no me acuerdo? Usted tranquilo, que de aquí no se va a ir sin su cráneo. Yo sé donde hay uno y se lo va a llevar ahora mismo.» Y el tío vuelve a caminar otra vez por el cementerio. Yo no sabía que los nichos que están a ras de suelo son familiares, es decir, tienen como una cueva por la que la persona que entierra se mete y va cambiando los osarios de toda la familia. De pronto, veo que este hombre coge un mazo, llega a un nicho, le da con el martillo y saca la losa de la lápida. En ese momento me giro para mirar al taxista, que me hace un gesto para que me vaya de ahí. Cuando me vuelvo, en cuestión de pocos segundos, el tío ya no estaba, había desaparecido. Y yo llamando por el hueco al enterrador sin respuesta hasta que, de pronto, por el agujero salen unas manos con un cráneo.

Se había metido por el nicho sin que tú te dieras cuenta…

¡Menudo susto! Es una imagen que me viene de vez en cuando en sueños y hasta he querido utilizar para hacer un corto. Entonces el enterrador me pide que acerque un cartucho de los de guardar cemento y mete el cráneo ahí. Y el taxista: «¡Que está profanando, joder, que está profanando…!»

¿Y al final lo utilizaron?

Cuando llegué al rodaje dejé el cartucho debajo de un banco de piedra. Al cabo de un rato oímos un alarido de la chica de maquillaje, que había abierto la bolsa sin saber qué había. Todos se alarmaron y Jesús me dijo que me llevara aquello cuando comprobó lo que había dentro. No, nunca lo utilizamos. Yo nunca llegué a verlo bien. Evidentemente era un cráneo, pero no sé en que condiciones se encontraba. Tampoco quise hacer muchas preguntas. Cogí el cartucho y me fui a buscar al enterrador, al cementerio primero, después al bar “Las campanas” (lo recuerdo por “Campanera”), hasta que por fin lo encontré en su casa. Tuve que darle mil pesetas para que se quedara con el cráneo. Fue la única manera. Estaba empeñado en que era un regalo para mí.

En las tres películas simultáneas que Andrés rodó con Jesús Franco no había guiones propiamente dichos, era Jesús quien los iba escribiendo mientras se iba filmando. Y los propios técnicos eran a la vez actores, e incluso el propio Jesús lo era en más de una ocasión. A propósito de esto, Andrés cuenta una situación que puede ser la que mejor ejemplifica la manera de hacer cine de Franco. «Éramos un equipo muy pequeño, en total diez o doce entre técnicos y actores, y Jesús se puso a ordenar lo que debía hacer cada uno en la secuencia: «Tú vienes aquí; tú te pones aquí; tu vienes por allá y sales por esa puerta… ¡y yo salgo de aquí!» Entonces, Manolo Mateos,que así se llamaba el operador de cámara, dice: «Muy bien, Jesús, pero, ¿y quién le da motor a la cámara?»

¿Qué impresiones guardas de él como director?

Él ya había hecho películas con Christopher Lee y recuerdo oírle rechazar ofertas para rodar en otros países producciones de mayor presupuesto. Jesús quería divertirse haciendo cine y que el rodaje transcurriera como si todos formáramos una familia. Le gustaba mucho tocar el piano, el jazz, le encantaba rodearse de pocas personas e ir haciendo las películas que se le ocurrían sobre la marcha. Buscaba unos sitios asequibles para lo que quería contar. Decía: «Bueno, mañana nos levantamos a las once de la mañana y nos vamos a rodar aquí al lado, o a esta playa.» La gente le preguntaba de dónde sacaba las historias y él contestaba que de libros y cuentos. Las iba escribiendo sobre la marcha y como no había “script” (secretario de rodaje) propiamente dicho, todos teníamos que estar atentos para conocer en qué momento de la acción ocurría lo que se estaba rodando. Era otra forma de hacer cine, otra forma de contar. Y era la que él quería. Jesús decía que ya llevaba muchos años en el cine y que así se divertía más…

¿Crees que esa forma de hacer cine es viable hoy?

Hoy no. Él tenía relaciones con Alemania y Francia y hacía unas películas que luego conseguía vender a otros países. Y con eso vivía. De hecho, en los rodajes de pronto aparecían actores franceses o alemanes. Era lo que le gustaba: disponer de un pequeño grupo, improvisar sobre la marcha y sin grandes agobios, sabiendo lo que le costaba eso a la semana, y cumpliendo; organizándose la vida sin depender de nadie más. Pero creo que hoy las televisiones no están dispuestas a financiar un cine como ése. Le perdí la pista a Jesús desde entonces. Creo que en algún momento tuvo que hacer películas dentro de la industria e imagino que, si las hizo, fue porque lo necesitaba o porque los tiempos habían cambiado para él.

Cuando terminó el servicio militar para Andrés fue como volver a empezar, porque durante un año se había aislado totalmente. «Por fortuna no tardé mucho en reincorporarme. Después de hacer las de Jesús Franco, y ya de nuevo en Madrid, volví a contactar con José Luis García Arrojo. Hice El colegio de la muerte. Y de ahí en adelante empiezo a hacer comedias y películas de esa época. De esa etapa recuerdo especialmente Muerte de un quinqui, de León Klimovsky, que protagonizaban Carmen Sevilla y Paul Naschy. Allí fue donde trabajé por primera vez con Enrique González Macho como director de producción.»

En estos primeros años tuviste la oportunidad de conocer dos manera de hacer cine radicalmente diferentes.

Las películas de José María Zabalza y Jesús Franco se hacían con mucha escasez de medios, mientras que las otras eran películas que se rodaban entre cuatro y seis semanas, todas muy bien organizadas y estrenadas en buenas condiciones.

¿Qué valoración haces de una y otra forma de hacer cine?

Las películas con menos medios, aparte de que eran infinitamente más divertidas, me enseñaron a improvisar. Por fuerza se te agudiza el ingenio. Y eso es positivo, aún teniendo en cuenta que la improvisación no es buena si está forzada porque no tienes los medios necesarios. Recuerdo también que tanto José Luis García Arrojo como yo nos encontramos en algunas ocasiones con que teníamos que organizar aquellos rodajes y eso significaba asumir responsabilidades que no eran las que nos correspondían, por lo que fue un aprendizaje muy importante para nuestro futuro.

Pero no era la forma de hacer cine en la que tú te veías reflejado…

A mí me interesaba el cine “de calidad” y tuve la suerte de conocer a gente con unos conocimientos que hacían que me interesase por aprender cómo se organizaban esas estructuras que servían para asegurar que no fallara nada en el rodaje. Siempre sale mucho más caro no tener preparada una producción que tenerla bien organizada. La desventaja del cine mejor estructurado es que se tarda más tiempo en aprender, porque sólo subes en la medida que te van dejando. Aquí cada uno tenía una misión y yo tenía que respetar el trabajo de los demás. En estas ocasiones me preguntaban, por ejemplo, cómo había aprendido a hacer las órdenes de trabajo. Había sido, precisamente, en las películas donde no había nadie cualificado que te dijera que eso era su trabajo y no el tuyo.

¿Y el trato personal entre profesionales era el mismo en unas y otras?

Las películas “de calidad” se rodaban mayoritariamente en Madrid por los costes y, por lo tanto, el rodaje se parecía más a trabajar en una fábrica. Llegas a tu hora y, cuando toca, te vas a tu casa hasta el día siguiente. Desde el momento en que ruedas fuera, que es cuando convives con el equipo las veinticuatro horas del día, las relaciones se estrechan más y se hacen más intensas.

¿Desde qué fecha te sientes integrado en la profesión? ¿Desde cuándo recuerdas que puedes decir “ya pertenezco a este mundo”?

Desde antes de cumplir el servicio militar. Después, cuando me volví a integrar, ya ni siquiera me lo planteaba. Simplemente formaba parte a él de forma natural. Más tarde llegas al convencimiento de que lo que en realidad ocurre es que no quieres, ni sabes, hacer otra cosa.

Índice de fotos.

1) El mismo año que el hombre dejaría su huella en la luna, en 1969, tal y como muestra la célebre foto de la NASA, Andrés Santana puso su primera huella en el mundo del cine.

2) Christopher Plummer como el inca Atahualpa junto a un cartel de la película “The Royal Hunt of The Sun” (Irving Lerner, 1969), primera en la que Santana trabajó. Debajo, single del trío ecuatoriano “Los Imbayas”, con los que Andrés compartió piso en 1969 en Madrid.

3) Andrés Santana, con 19 años, con el dueño del mesón de la madrileña calle de La Ballesta que lo acogió “como a un hijo” y le permitió compaginar el trabajo en películas con el trabajo de camarero en el local. La foto la envió a su Madre a Canaria. El reverso de la foto muestra la fecha y las palabras que le escribió. A la derecha, Santana en el parque del Retiro en esos años.

4) Afiche de “Consigna: matar al comandante en jefe”.

5) Collage con las películas del irunés José María Zabalza en que trabajó Santana.

6) Santana mientras cumplía el Servicio Militar en Las Palmas de Gran Canaria.

7) Collage de películas del cine español en las que trabajó Andrés Santana.

8) Collage con las películas de Jesús Franco en que trabajó Santana. Las dos fotos en blanco y negro pertenecen a “El misterio del castillo rojo”, también conocida por “El castillo rojo”. En ellas aparece Franco. Abajo, el cartel holandés de “Un capitán de quince años”.

9) Andrés Santana fotografiado en un hotel junto a una playa de Alicante en 1974, durante un rodaje con Jesús Franco.

3 comentarios en “Andrés Santana. El vuelo de la cometa. Capítulo 3: «¿Y éste? ¿De dónde ha salido?»

  1. No hay nada mejor quel cine, para plantas los melones……
    El cine es creación, contar nuna historia y si lo haces con Jess Franco mejor y José María Zabalza, que era de Irún, ya era el joderse. Zabalza era de Irún,lo podías encontrar, en El Vista Alegre, un bar de un Bilbaino, cerca de la C/ La Cruz. Siempre estaba pedo y simpático.

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